Un primer abordaje sobre este tema, hace algunos años, intentó que las organizaciones y las generaciones más antiguas se adapten a las nuevas. Esto fué correcto y conveniente, dado que las nuevas generaciones marcarían los hábitos, prácticas y tendencias futuras, y las más antiguas las recibirían a un sistema ya funcionando y les traspasarían la experiencia y el mando de los liderazgos. Ahora bien, en mi experiencia como coach, docente, en la que facilito procesos de desarrollo de equipos y transformación cultural, he notado la necesidad de ampliar esta mirada, hacia una actitud de adaptación mutua, en la cuál cada generación, sin importar de cuál se trate, tenga consciencia de las diferencias constitutivas y que, de manera positiva, busque lo común, busque la aceptación de lo diferente, del modo de pensar particular, y que construya desde allí acuerdos, compromisos, acompañamientos y contención. 

¿Cómo logramos esto? Principalmente trabajando en los propios sesgos limitantes, saliendo de nosotros mismos y desafiando nuestras maneras de ver al mundo, generando instancias de acuerdo y construcción conjunta. Desarrollando una actitud protagonista en la relación con los demás.

En definitiva cada ser humano es diferente, y en cada etapa de su vida, tienen necesidades y expectativas diferentes, razón por la cuál, acompañarnos, respetarnos, valorarnos y colaborar, se convierte en la clave para una convivencia generacional que en vez de separarnos, nos una y potencie.